Nota de introducción: a pesar de mi completa ignorancia en la comunicación gastronómica, me lanzo a esta aventura, más por aprecio al editor de Asadacho.com que por interés propio. Veamos qué sale de esto. En el caso de que la cuestión no funcione, sepan echar la culpa al editor.
A comienzos de este año de grandes sucesos internacionales y desgracias nacionales que se extenderán por quién sabe cuánto tiempo, unos amigos y yo decidimos dedicar la noche de un viernes sólo a satisfacer nuestra necesidad carnívora y etílica, como cada cierto tiempo lo hacemos. La diferencia entre esa y otras noches fue la inclusión de vegetarianismo en nuestros platos. Mi objetivo era –debido a que la coordinación del encuentro estuvo a cargo de vuestro servidor literario– incluir a un amigo vegetariano en el asado –como comensal, no como carne asada–, pues en general era excluido al encontrarse con una parrilla rebosante de carnes.
Los pasos previos a la parrilla fueron el supermercado y la bodega. Del primer lugar compramos el vacío, los chorizos, los panes, las cebollas, los morrones –locotes–, las papas, los tomates y el papel aluminio. Del segundo, lo obvio y unas gaseosas.
Entre las labores de un coordinador también están prender el fuego –sin recurrir a la barbarie del alcohol–, limpiar y salar la carne y lavar los chorizos. En esa ocasión, además me tocó, gracias a mi solidaria idea, preparar las verduras (pelar las papas y las cebollas y escindir y destripar los morrones) y las frutas (quitarle la piel a los tomates luego de calentarlos con agua hervida en una jarra eléctrica) para envolverlas con el papel aluminio. Al rato, las papas y las cebollas cayeron entre las brasas y los morrones y los tomates sobre la parrilla, a un lado de la carne y los chorizos.
Los amigos y las amigas se acercaron a la mesa cuando la picada de chorizos, morrones, tomates, cebollas y panes estuvieron a disposición del gusto general. La sal y el aceite de oliva estuvieron a cargo de cada comensal. La primera sorpresa de la noche fue ver que no sólo el vegetariano se lanzaba por las verduras; la segunda, que los chorizos se enfriaban tras haber sido marginados de los platos y devueltos a la parrilla.
A la hora de la carne y las papas, que estuvieron cocinadas, a punto, al mismo tiempo, cada uno se sirvió la cantidad que le apetecía. Fue grato ver de nuevo que las verduras se llevaban en mayor cantidad que el vacío –no porque no haya sido un deleite–, incluso en el plato del amigo más carnívoro, cuya dieta matutina diaria suele basarse en, al menos, dos empanadas de carne.
Entre un bocado y otro, las sugerencias de cómo mejorar la futura cena se hacían escuchar. «Los locotes se pueden rellenar con queso o verduritas picadas…», recomendó el vegetariano. «O con huevos, salchichas o panchos cortaditos…», agregó otro, mientras aún se degustaban los platos y en la parrilla se recalentaban los chorizos, que de madrugada, después de tres horas de música, conversación y casi un cajón de cervezas de litro, se nos hicieron muy apetecibles en medio de unos felipitos, ante la mirada atenta del amigo vegetariano, quien al rato se puso de pie y sirvió, frente a nuestros ojos asombrados, un choripán. De inmediato, atragantados e incrédulos, le cuestionamos sobre su actuar inaudito, inverosímil, y él, con el primer bocado entre dientes, no dudó un segundo en respondernos su verdad irrefutable: «¡Yo también tengo hambre, carajo!»