Excusas para encontrarse con los viejos amigos del vecindario, las hay de todas las formas y colores. Desde hacer una fugaz visita a la casa parterna, para luego pasar al punto de encuentro de la muchachada, hasta ir a la peluquería una vez por mes, situada frente a la bodega donde están los personajes más pintorescos que uno puede imaginar, y que durante años protagonizaron los más antológicos episodios.
Por lo general, sea cual sea el día del mes, el bolsillo de la mayoría de los que concurren a la cita está más quebrado que desfile de huevos, por lo que la consigna es hacer la “vaquita” y comprar la mayor cantidad posible de líquido alcohólico, que en el 110% de los casos consiste en cerveza Ñoño (nombre que se le da en Paraguay a la cerveza en envase de un litro, haciendo referencia al volumen físico del personaje del Chavo del 8).
Una vez que la bebida espirituosa va subiendo a la cabeza (y algunas veces al corazón), muchos se acuerdan de la vecinita más guapa, de los partidos so’o (partido de fútbol improvisado), el más rockero pide una de “Bronco” y el más callado interpreta un monólogo de una hora.
Y es ahí cuando, del fondo mismo, como emergiendo de alma de cada uno de ellos, sale una voz que habla por todos y propone: – ¿Y si le aplicamos un asadacho?
De más está decir que la propuesta, no se analiza, no se objeta, ni siquiera se pone a consideración. Es como una causa a la que todo oído que haya alcanzado escuchar, ya se encuentra total y absolutamente comprometido.
En este punto cada uno de los integrantes demuestra sus habilidades organizativas y su espíritu de cooperación.
El que no tenía un céntimo en el bolsillo, sorpresivamente saca un 20.000 guaraníes que guardaba para cargarle saldo a su señora/novia/amante.
El que vive cerca llama por teléfono a su hijo/sobrino y le pide que le lleve la billetera que “por descuido” se olvidó en casa.
Otro, sin perder más tiempo, va a hacia el supermercado más cercano, directo a la carnicería y pide los cortes clásicos para este tipo de eventos: costilla y vacío, sin olvidar el correspondiente chorizo para acompañar, y por supuesto, carbón y pan.
El anfitrión y/o dueño del lugar de reunión (y que por experiencia ya sabe cómo termina la cosa), procede a sacar la parrilla portátil, generalmente con restos de cenizas y grasa de la ocasión anterior, los que ira limpiando con ayuda de periódicos viejos y limones.
Una vez limpia la parrilla, se procede a encender el fuego, donde por norma, estarán todos alrededor, contemplando como si se tratara de un objeto de adoración, no sin antes compartir las técnicas de cada uno, por más incongruentes que sean.
Ya todo está listo para que el fuego y la carne se mezclen y la magia se haga. Todos esperan ansiosos, algunos ya dejaron de tomar para “hacer lugar en el estómago” y otros cada tanto “espían” la parrilla; la mayoría sigue dándole duro al trago, algún que otro osado “pica” un pedazo de la carne, exponiéndose a ser linchado por la masa enfurecida.
“Ya se huele”, grita uno. He’arona Leca! (Se mas paciente, amigo), responde el parrillero.
Hasta que al fin el manjar es cortado y servido en una tabla comunitaria. Cada integrante es libre de colocar la cantidad de sal, limón o salsa que desee y nadie podrá quejarse si por descuido estos condimentos traspasaron los límites de su porción. Cada quien comerá la cantidad que le indique su conciencia (entiéndase, todo lo que pueda hasta que no sobre ni una pizca).
Va terminado la jornada, se acaba lo que queda en el vaso y en la parrilla, mientras alguien comenta: “Si lo hubiéramos planeado, no estaría tan bueno”.
Imagen: babiaedicions.blogspot.com